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Euphoria II
[Mick]


Es demasiado pronto, como de costumbre. El Sol aún no ha despertado, pero ella sí lo ha hecho, en el sitio de siempre y como siempre: desnuda y junto a aquel crío tan seguro de sí mismo. Sentada en la cama, muerde sus botas de charol rojo con la mirada, se enfunda su guantes de piel de humana y esquiva los rotos de sus medias con los dedos de los pies. Observa las carreras que se han formado en éstas y piensa en ellas como en los hombres; al principio son sólo unos cuantos hilos desgarrados, pero un mal día los buscas y se han convertido en agujeros enormes que dejan a la vista de todos una parte de ti. A la mierda, no piensa comprase unas medias nuevas.

Se come el oxígeno de la habitación con un largo vistazo por ésta. No mentiría si dijese que se conoce cada milímetro de ella. Para demostrárselo a sí misma cierra los ojos y comienza a numerar de izquierda a derecha... Puerta. Póster de los Rolling Stones. Otro de yo que sé que. Estantes. Contenido: una bonita botella de Gin vacía acompañada por una estatuilla de la libertad, que en vez de sostener una antorcha agita su mano, exhibiendo unos cuernos en ella y un tatuaje en el brazo: “Punk is not dead”. Se cree la reina del heavy metal. Seguimos. Litros y litros de Cd’s de grupos casi legendarios, como ése de Nirvana. Otros son suyos, grabados en cualquier garaje ponzoñoso, guarida de ratas y de esperanzas de triunfar por todo lo alto, de ser el nuevo Lennon, de moverse como un Jagger de discoteca al son de un guitarrista que confiesa que Keith Richards le robó el alma con tan sólo 7 años. Los imagina grabando sus temas, rodeados por prostitutas que no lo son, pero que se divierten disfrazándose de ellas con el maquillaje de sus madres. Latas de cerveza. Una colección de paquetes de tabaco que ni el mismísimo Bob Dylan. Y bajo los estantes una papelera llena de canciones apagadas y colillas muertas. Escritorio. Y esa foto enmarcada y bocabajo. Las dudas de siempre, ¿Y si la levanto? ¿Y si se despierta mientras lo hago? ¿Y si la quiere más a ella? Y si… Y si…

Euphoria soñaba. Soñaba con un Mick aún más joven, de unos 17, acompañado por una muchachita rubia. A veces se la antojaba ponerla pecas. Otras unas gafas redondas como una hippie de los ochenta. Podía tintarla, con la imaginación, los labios de púrpura. O de rojo, como los suyos. Y la gustaba emborronarla los ojos de negro. Los dos, Mick y la rubita, sonreirían a la cámara con la inocencia de quien cree que lo puede todo porque está enamorado. Miss Psicodelia y Don Imparable. Pero todo eran sueños, la verdad era que no se atrevía si quiera a echar un vistazo, a levantar la foto y contemplar la felicidad de alguien tan hecho polvo como Mick. 

Abre los ojos. Pleno en todo. Pero se ha olvidado de algo. De alguien. Él está despeinado y desnudo, que era como él creía que más guapo estaba. Y fumaba. Ella se levanta y una cascada de fuego cae por su espalda. Se cala su falda negra, de esas apretadas, para que los vagabundos jueguen a las adivinanzas: ¿Hoy lleva o no la pelirroja bragas? Y así, por un momento se les pasa el hambre de comer, quedando sustituido por otro tipo de hambre...
—¿Has visto mi camisa? —le pregunta.
—¿Qué tal si la buscas por aquí? —insinúa Mick, mientras se señala el sexo.
—¿Tantas ganas tienes de ella? —replica Euphoria, molesta.

Y se hace el silencio. Tan sordo que hubiera dolido demasiado quebrantarlo. A Mick se le había caído el cigarro en la cama, abofeteado por el impacto de las palabras de ella. Y en las sábanas blancas apareció otra marca, otra quemadura, otro comentario que sumió a Mick en el recuerdo de una vida que se le escapó de las manos.

Euphoria [I]

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Pintalabios


En un principio, "Pintalabios" iba a ser un único microrrelato elaborado para un juego inventado por LadyLuna. Alguien me pidió que lo siguiera, y añadí la visión de él. Sin embargo, admito mi preferencia por la primera parte...


Ella

Abre los ojos y ve sin nitidez. Mueve un poco la cabeza rozando la almohada de un hotel de cinco estrellas mientras los recuerdos vuelven. Champán, hombre, noche, cama. Otra vez había pasado. Cuando se decide a incorporarse nota cómo las sábanas se la quedan enganchadas en los pies. Una noche más, había olvidado quitarse los tacones para dormir. Se levanta segura de sí misma, sin ningún ápice de desequilibrio somnoliento. El sueño es un defecto mundano y Ella no es humana. 

Tras agitar su pelo, decide salir de la suite. Mira a su amante de una noche y cree que lo mejor es no despertarlo. Se le ocurre dejar una nota, pero sólo encuentra un pañuelo de seda blanco en el tocador. Aquel tocador que unas horas antes había usado como si de una cama se tratara. Nunca llevaba bolígrafo, por lo que se limita a imprimir la marca de sus labios, acaba de pintárselos así que deja un huella de carmín fresco en ese trozo de tela, que coloca en el rostro del hombre.

Está impecable. Nadie diría que acababa de despertarse. El vestido de la noche anterior se desliza por su cuerpo, los guantes de cuero abrazan sus manos y su abrigo de piel de zorro se siente más vivo que nunca sobre su piel. Sale del hotel parisino con paso decidido. No había salido el sol. En la desierta calle sólo se escuchan sus Louboutin de quince centímetros. Avanza segura de sí misma hasta aquel coche en el que su chófer había pasado la noche, para cuando ella decidiera volver a casa. 

Tiene que dar treinta y siete pasos. Treinta y siete notas musicales que finalizan con el sonido de la puerta del coche al cerrarse. Sin decir palabra, se aleja del hotel, sin mirar atrás, sin remordimiento de ningún tipo, con la seguridad de que lo volvería a hacer con la misma elegancia de siempre.


Él

Se levantaba todos los días sin la intención de hacer daño a ninguna mujer, pero era inevitable que todas se fijaran en él cuando entraba en cualquier fiesta vestido de Tom Ford, con un pañuelo de seda roja en la solapa y zapatos relucientes. Absolutamente todas caían rendidas al encanto de sus gestos, al brillo extraño de su mirada y a las sonrisas que regalaba a su público habitual. Porque eso es lo que era la gente que le rodeaba: Meros espectadores del show que era capaz de montar en tan sólo un instante. 

Las llevaba a un hotel del que era ya asiduo, de treinta plantas, en pleno centro de la ciudad, y ellas accedían gustosas a ocupar las sábanas de su cama durante toda la noche, agarradas a su cabello rizado y rubio, colgadas de aquel Adonis de belleza angelical y sonrisa de demonio. Todas, sin excepción, pasaban por su vida sin marcar más de lo que marcaba una tarde de frío: nada que no se le pasara con una taza de café de moca caliente. 

Su corazón nunca se aceleraba. Siempre mantenía una quietud casi inhumana y jamás se conmovía. Nada lo hacía bajar de su nube, hasta que en esa fiesta la conoció.

Llevaba un vestido precioso y unos guantes de cuero de Yves Saint-Laurent. En sus ojos verdes se reflejaba el brillo de las perlas de su cuello. El pelo, largo y perfecto, caía a través de su pecho con un desorden celestial. La vio conversar, sonreír y disfrutar. Después la vio en su Rolls-Royce camino a un hotel de cinco estrellas. La vio en sus sábanas. La vio en sus sueños, en su noche. La vio en cada suspiro y en cada latido de su corazón. La vio en ese hotel de cinco estrellas. La vio disfrutar como a otras muchas mujeres. La vio desnuda una vez... Pero no la vio marchar. Cuando abrió los ojos por la mañana algo cubría su cara. Era un pañuelo de seda blanca con la huella de unos labios impresa en él. Era el síntoma inequívoco de su ausencia.

Otra vez se había vuelto a quedar solo, envuelto en las sábanas de su suite... Y solo se preguntó si volvería a verla alguna vez.