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Pintalabios


En un principio, "Pintalabios" iba a ser un único microrrelato elaborado para un juego inventado por LadyLuna. Alguien me pidió que lo siguiera, y añadí la visión de él. Sin embargo, admito mi preferencia por la primera parte...


Ella

Abre los ojos y ve sin nitidez. Mueve un poco la cabeza rozando la almohada de un hotel de cinco estrellas mientras los recuerdos vuelven. Champán, hombre, noche, cama. Otra vez había pasado. Cuando se decide a incorporarse nota cómo las sábanas se la quedan enganchadas en los pies. Una noche más, había olvidado quitarse los tacones para dormir. Se levanta segura de sí misma, sin ningún ápice de desequilibrio somnoliento. El sueño es un defecto mundano y Ella no es humana. 

Tras agitar su pelo, decide salir de la suite. Mira a su amante de una noche y cree que lo mejor es no despertarlo. Se le ocurre dejar una nota, pero sólo encuentra un pañuelo de seda blanco en el tocador. Aquel tocador que unas horas antes había usado como si de una cama se tratara. Nunca llevaba bolígrafo, por lo que se limita a imprimir la marca de sus labios, acaba de pintárselos así que deja un huella de carmín fresco en ese trozo de tela, que coloca en el rostro del hombre.

Está impecable. Nadie diría que acababa de despertarse. El vestido de la noche anterior se desliza por su cuerpo, los guantes de cuero abrazan sus manos y su abrigo de piel de zorro se siente más vivo que nunca sobre su piel. Sale del hotel parisino con paso decidido. No había salido el sol. En la desierta calle sólo se escuchan sus Louboutin de quince centímetros. Avanza segura de sí misma hasta aquel coche en el que su chófer había pasado la noche, para cuando ella decidiera volver a casa. 

Tiene que dar treinta y siete pasos. Treinta y siete notas musicales que finalizan con el sonido de la puerta del coche al cerrarse. Sin decir palabra, se aleja del hotel, sin mirar atrás, sin remordimiento de ningún tipo, con la seguridad de que lo volvería a hacer con la misma elegancia de siempre.


Él

Se levantaba todos los días sin la intención de hacer daño a ninguna mujer, pero era inevitable que todas se fijaran en él cuando entraba en cualquier fiesta vestido de Tom Ford, con un pañuelo de seda roja en la solapa y zapatos relucientes. Absolutamente todas caían rendidas al encanto de sus gestos, al brillo extraño de su mirada y a las sonrisas que regalaba a su público habitual. Porque eso es lo que era la gente que le rodeaba: Meros espectadores del show que era capaz de montar en tan sólo un instante. 

Las llevaba a un hotel del que era ya asiduo, de treinta plantas, en pleno centro de la ciudad, y ellas accedían gustosas a ocupar las sábanas de su cama durante toda la noche, agarradas a su cabello rizado y rubio, colgadas de aquel Adonis de belleza angelical y sonrisa de demonio. Todas, sin excepción, pasaban por su vida sin marcar más de lo que marcaba una tarde de frío: nada que no se le pasara con una taza de café de moca caliente. 

Su corazón nunca se aceleraba. Siempre mantenía una quietud casi inhumana y jamás se conmovía. Nada lo hacía bajar de su nube, hasta que en esa fiesta la conoció.

Llevaba un vestido precioso y unos guantes de cuero de Yves Saint-Laurent. En sus ojos verdes se reflejaba el brillo de las perlas de su cuello. El pelo, largo y perfecto, caía a través de su pecho con un desorden celestial. La vio conversar, sonreír y disfrutar. Después la vio en su Rolls-Royce camino a un hotel de cinco estrellas. La vio en sus sábanas. La vio en sus sueños, en su noche. La vio en cada suspiro y en cada latido de su corazón. La vio en ese hotel de cinco estrellas. La vio disfrutar como a otras muchas mujeres. La vio desnuda una vez... Pero no la vio marchar. Cuando abrió los ojos por la mañana algo cubría su cara. Era un pañuelo de seda blanca con la huella de unos labios impresa en él. Era el síntoma inequívoco de su ausencia.

Otra vez se había vuelto a quedar solo, envuelto en las sábanas de su suite... Y solo se preguntó si volvería a verla alguna vez.